Barcelona ¿una ciudad de arquitectos?

Corsofolio. Abril 2011

 

Los barceloneses poco chovinistas somos conscientes de que nuestra ciudad no se puede comparar a las tres grandes capitales del  mundo  –New York, Londres y París- y, muy probablemente, en cuanto a monumentalidad y belleza, tampoco a Roma, Venecia o Viena. Sin embargo -como Amsterdam, Chicago, Praga o Berlín- quizás sí sea una ciudad para arquitectos y de arquitectos. Realmente, parece ser así, sobre todo si incluimos entre los arquitectos a otros proyectistas como los diseñadores: de interiores, industriales o gráficos. Siete facultades universitarias de arquitectura y diez importantes de diseño acogen a varios miles de alumnos; muchos de ellos estudiantes de la Comunidad Europea que acuden con becas Erasmus atraídos por el prestigio arquitectónico de la ciudad y de su universidad. Una broma popular en los últimos años es la pregunta: ¿Tú estudias o diseñas?

Sin embargo, si nos atenemos a arquitectura antigua, nuestra ciudad solo tiene dos periodos de interés universal. Esta afirmación escandalosa se justifica porque tenemos exiguos restos romanos, poco románico, ningún renacimiento, mal barroco, poco neoclásico… Solo dos momentos notables a lo largo de veinte siglos de historia, pero dos momentos estelares.

El primero corresponde a lo que acostumbramos a denominar Gótico Catalán. Si lo de Catalán es controvertido, ya que, como mínimo, se extiende al país Valenciano, Baleares, Sur de Francia y Nápoles, lo de Gótico también lo podría ser pues sus características son muy peculiares y distintas del Gótico Francés, Centroeuropeo o Británico. Nuestro gótico es austero, duro, casi sin ornamentación, de cubierta plana y dominante horizontal. Un gótico que dejó en nuestra ciudad, entre otros edificios notabilísimos, una de las iglesias más místicas y bellas de la arquitectura universal: Santa María del Mar.

El otro período estelar de la arquitectura catalana y barcelonesa en particular es el Modernisme, nuestro singularísimo Jugendstil. Dejando aparte los grandes nombres – Gaudí, Domènech i Montaner, Jujol- y los grandes edificios – el Parque Güell, la Pedrera, la Sagrada Familia (de la que hablaré en seguida), el Palau de la Música (en el que he trabajado durante treinta años)- el Modernisme influyó en todos los niveles sociales  como no lo hizo el Art Nouveau en ninguna otra ciudad europea. El número de farmacias, ferreterías, colmados, pastelerías y otros comercios modestos diseñados por artistas anónimos en estilo modernista fue ingente y su calidad muy alta. Aunque al éxito arrollador del estilo modernista le sucedió una época de desprestigio de la misma intensidad, muchos de estos comercios aún se conservan, creo que definitivamente pues hoy están catalogados y plenamente protegidos.

El patrimonio modernista es el motivo por el que la mayoría de amantes de la arquitectura acuden a nuestra ciudad; claro que lo hacen principalmente atraídos por la obra de Antoni Gaudí (las permanentes colas que se forman frente a la Pedrera o la casa Batlló lo demuestran) y este genio –si bien nace del caldo de cultivo del Modernisme y se aprovecha del inmenso poso artístico y artesano del mismo- va mucho más allá en sus últimas obras. (Creo que lo más excepcional de Barcelona es la obra de Gaudí y los platanus hipanica de las calles; no hay ninguna ciudad en el mundo con tantas calles arboladas; un incordio para observar la fachada de los edificios pero encantadoras y confortables en el estío.) Entre las obras gaudinianas, la mayor, más popular, más visitada, más universal y, a la vez, más debatida es el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia. Desde mi época de estudiante hasta hace muy poco estuve entre el grupo de arquitectos y de intelectuales francamente hostiles a la continuación de las obras. No es este el lugar apropiado para exponer con detalle mi acto de contrición al respecto. Lo he hecho público -con el previsible y considerable escándalo de cierta intelligentsia- en el periódico El País y en la revista Domus de marzo de este año. En resumen vengo a preguntarme ¿cómo pudimos equivocarnos tanto?, ¿cómo pudimos pensar que la solución razonable era dejar la obra gaudiniana como quedó a su muerte, como ruina romántica o terminada por un arquitecto de moda en aquellos años? Si se nos hubiese hecho caso, cosa que afortunadamente no sucedió, no tendríamos hoy una nave grandiosa, equivocada en todos los detalles no definidos por Gaudí pero emocionante en la luz y en el espacio absolutamente previstos por el Maestro. No tendríamos una obra visitada por más de dos millones y medio de personas al año que dejan unos veinticinco millones de euros para la continuación de las obras que tienen previsto acabarse en quince años sin recibir la más mínima contribución económica de las administraciones públicas. Misas a las que acuden siete mil fieles que invaden el templo y las calles adyacentes. Un caso único en Europa y en un país cada vez menos religioso. Hace siglos que el Catolicismo no construía algo así. La Sagrada Familia de Barcelona –junto a la Semana Santa Andaluza- es el activo más importante que tiene hoy la Iglesia en el mundo y, no nos engañemos, esto es lo que irrita a muchos de sus opositores. Lo aseguro yo que, a pesar de mi avanzada edad, sigo siendo agnóstico.

Independientemente del peso histórico de la arquitectura barcelonesa no hay duda que nuestra ciudad ha tenido un papel relevante en la arquitectura y el urbanismo del siglo XX. Podemos citar el Plan Cerdà, el avanzado plan urbanístico que definiría el Eixample de nuestra ciudad, la trama por la que ésta es reconocible y memorable. Podemos recordar los apasionantes y apasionados años previos a nuestra Guerra Civil; el grupo de arquitectos racionalistas agrupados en torno al GATCPAC y a la revista AC, el más famoso internacionalmente de los cuales -aunque quizás no el más dotado- sería Josep Lluís Sert. Grupo abierto a las corrientes progresistas internacionales y en estrecho contacto con Le Corbusier.

Pero para ceñirnos a la Barcelona digamos contemporánea, quiero hablar de los años dorados para los arquitectos barceloneses y para las guest stars extranjeras. Los años previos a los Juegos Olímpicos de 1992. Tras la muerte de Franco en 1975 y la democratización de los ayuntamientos algo más tarde, Barcelona ha contado siempre con un alcalde socialista, caso único entre las grandes ciudades españolas. Los alcaldes de los primeros años de la democracia fueron decididos impulsores de una arquitectura y una urbanística innovadoras, ilustradas y, hasta cierto punto, arriesgadas. Depositaron gran confianza en arquitectos prestigiosos con muchos de los cuales compartían ideario político e incluso amistad. También se adelantaron al invitar a prestigiosos arquitectos extranjeros a proyectar edificios singulares y representativos. Basta recordar que aquí  han edificado por expresa invitación municipal aunque con resultados muy objetables: Vittorio Gregotti, Gae Aulenti, Richard Meier, Arata Isozaki, Norman Foster, Álvaro Sisa, Frank Gehry, Jean Nouvel, Herzog de Meuron, Dominique Perrault, Toyo Ito…

El zenit de esta simbiosis mágica entre arquitectos y políticos se dio en los años previos a los Juegos, años en los que se tomaron decisiones urbanísticas trascendentales para la ciudad como la dispersión de las áreas olímpicas en zonas periféricas, marginales y degradadas de la urbe, o la recuperación de kilómetros de costa antes inaccesibles por la barrera que formaban la vía férrea y obsoletas áreas industriales. Antes del 92 los barceloneses no teníamos playas, ahora podemos tomar el metro y alcanzar el mar a cien  metros de la parada. Aunque como arquitecto no fui particularmente valorado por los responsables de los proyectos olímpicos, reconozco que fueron más, y mucho más trascendentales, sus aciertos que sus errores. Éstos responsables fueron, primero, en la fase de preparación, Oriol Bohigas, que ejerció como arquitecto municipal durante estos años, y más tarde, en la fase de realización, su durante un tiempo fiel discípulo José Antonio Acebillo. No exagero en absoluto al afirmar que durante unos años Oriol Bohigas fue el arquitecto con más poder decisorio del mundo. Desde el Barón Haussmann, de Berlage o de Otto Wagner no se había visto un poder comparable. De su estudio partieron las decisiones de las ubicaciones olímpicas, el plan urbanístico de la Villa, el diseño de su puerto, de sus jardines y de un gran edificio de viviendas, la elección de los arquitectos que debían desarrollar el plan de detalle de cada manzana, la selección de los que concurrieron al concurso de la zona deportiva de Montjuic (concurso en el jurado del cual Bohigas tuvo un peso considerable) y muchas otras decisiones trascendentales. Más tarde, Acebillo pudo también decidir libremente sobre temas de gran calado, como elegir a los responsables del diseño arquitectónico de las Rondas que alcanzaron un nivel francamente excepcional. El poder de Acebillo se prologó aún varios años, de hecho hasta el diseño de la zona del Fórum Universal de las Culturas de 2004, aquel evento improvisado por el alcalde Pasqual Maragall. Evento indiscutiblemente desafortunado del que lo menos malo, aunque muy discutido, fue el urbanismo que generó.

Pero esta luna de miel entre políticos y arquitectos barceloneses lleva años degradándose. Los políticos se han ido convenciendo de que ya no nos necesitan; es más, sospechan que somos unos individuos incómodos, incontrolables y presuntuosos que más que aportarles votos se los podemos restar. La prueba palpable de lo que digo es que ya no hay un arquitecto o un urbanista de prestigio en un cargo municipal. Urbanistas de la reputación de Joan Antoni Solans, José Antonio Acebillo, o Joan Busquets han ido siendo apartados de sus cargos públicos, otros,  como Manel de Solá Morales, nunca han estado en ellos. Hoy no sabemos quiénes son los responsables de proyectar la ciudad. Se ha considerado más “político” descargar esta responsabilidad en unos colectivos anónimos que dicen obedecer a la “voluntad popular”.  Voluntad popular que perece estar genuinamente representada por asociaciones de vecinos, de defensa del Patrimonio Histórico, u otras entidades pretendidamente bien intencionadas. Estos colectivos no solo cuentan con pocos arquitectos –desde luego ninguno que pueda mostrar una obra valorable- sino que desconfían visceralmente de nosotros. En una penosa reunión donde tuve la humillante e inútil misión de defender un proyecto que pretendía abrir una estrecha visual sobre la fachada principal del Palau de la Música, una gorda, al parecer geógrafa, tuvo el valor de sincerarse y decir:- Es que estamos hartos del poder de los arquitectos. Esto es lo que me temo opinan los políticos: que los ciudadanos están hartos del poder de los arquitectos. Pero, claro, alguien tiene que responsabilizarse de la creación de proyectos; no se conoce ninguna comisión, ni asociación que haya sido jamás capaz de hacerlo. Cuando teníamos responsables visibles podíamos argumentar:- Bohigas se ha equivocado en imponer ordenanzas tan rígidas en la Villa Olímpica, o Acebillo lo ha hecho en el anillo de la Plaça de les Glories. Ahora no, ahora no hay profesionales que asuman los errores, ahora los errores son colectivos y anónimos. La primera experiencia y el primer fracaso estrepitoso de “participación popular” se dio en el proyecto de la Plaça Lesseps. El encargo fue a parar al renombrado arquitecto Albert Viaplana, autor, hacía años, de la Plaça del Paisos Catalans; proyecto que se hizo con escasa “participación popular”, que indignó a muchos pero que gustó muchísimo a otros, mereció premios y fundamentó el prestigio mundial del proyectista. La Plaça Lesseps fue un proyecto controvertido desde el inicio, controversia que pretendió resolverse con innumerables reuniones entre el proyectista y los representantes vecinales y con no menos consultas populares. Con todo ello se parió un proyecto de compromiso que se formalizó en unos planos y una maqueta que -dada la abstracción característica de Viaplana y lo difícil que es visualizar un proyecto para un no profesional- nadie entendió pero se dio por aceptable. La plaza se hizo y el rechazo fue mayúsculo y generalizado, mucho mayor que  el provocado por la plaza radicalmente vanguardista de años atrás.   

Pero la lección no fue aprendida. Los asesores del Alcalde iban a superarse a sí mismos con un proyecto delirante. Se trataba de enclavar un tranvía, más bien un tren ligero, en la parte central de la avenida más importante de la ciudad, la que la corta de extremo a extremo en diagonal. Este tipo de tranvía ya se había ubicado en los extremos de la Diagonal con resultados discutibles ya que en el segmento cercano al mar su introducción había creado una barrera infranqueable entre la parte alta y baja del Eixample. Proponerlo en el centro urbano pareció a todos los especialistas –urbanistas, arquitectos e ingenieros- no ligados al Ayuntamiento un error grave, caro e irreversible. Proponer una muralla en el corazón del Eixample sólo se podía explicar por la irracional e indiscriminada aversión al vehículo privado típica de una cierta progresía, ya que, aparte de  los insolubles problemas de tráfico, la propuesta implicaba el sacrificio de cientos de árboles de gran porte. Ante la gravedad de la decisión los nuevos asesores populistas de la alcaldía propusieron cargarse de razón mediante un referéndum ciudadano. Su plan inicial era que los ciudadanos, entre los que se incluían a inmigrantes y menores de dieciocho años, no pudiesen escoger entre tranvía y otro transporte alternativo –metro, por ejemplo- sino entre dos opciones con las vías situadas más o menos centradas en la avenida. Ante el escándalo ciudadano y de los partidos de la oposición se introdujo una vergonzante alternativa, C, que consistía en dejar la avenida tal cual. Precedido de una impresionante campaña publicitaria –cuyo coste se estimó en cinco millones de euros- se realizó el referéndum. A pesar de que se podía votar confortablemente por Internet, el resultado fue: participación 12,17 % del censo, votos contrarios al proyecto municipal 80%.  Tal debacle significó la inmediata destitución o renuncia de los principales asesores municipales y un desgaste político del Alcalde que seguramente le pasará factura en las inmediatas elecciones.

Resumiendo: En este momento no tenemos responsables de proyectos ciudadanos (menos mal que la crisis económica los hace prácticamente inviables). Por primera vez es casi seguro que va a darse un vuelco electoral y el alcalde y su partido van a verse reemplazados. Ignoramos si los nuevos responsables estarán interesados en recuperar el diálogo entre poder y arquitectos pero no nos hacemos muchas ilusiones. Somos conscientes de que los momentos creativos son imprevisibles, no se pueden programar y siempre duran poco.