Funerales artísticos.

El País. Mayo 2011

 

Mi relación con la fiesta es ambigua. Por una parte, comprendo muchos de los sentimientos de los que la atacan; por otra, me ha hecho vivir momentos –contados pero memorables- de intensa emoción estética. Lo curioso es que mientras esta actitud salomónica indigna a los anti taurinos –entre ellos a mi hermana- me granjea simpatía entre los aficionados que han llegado incluso a invitarme a participar en alguna mesa redonda con motivo de su prohibición en Cataluña ( prohibición que poco tuvo que ver con los argumentos más o menos bienintencionados de los amantes de los animales y mucho con la errónea apreciación de que la fiesta no tiene raíces catalanas, como demostró el inmediato “blindaje” político de los crueles correbous). Acepto que la fiesta está agonizando y acabará por desaparecer pero, como muy bien afirma Félix de Azúa, esto sucede, o ya ha sucedido, con la práctica totalidad de las artes. Cuando acudimos a la plaza quizás estemos asistiendo, si tenemos mucha suerte, a un bello y trágico funeral pero en la Biennale de Venecia o en la Documenta de Kassel el funeral no es siquiera bello (ni lo pretende) ni trágico (que sí lo pretende). A pesar de la decadencia del rito, la tragedia puede aparecer, y de hecho de tanto en tanto aparece, sobre la arena. La única tragedia que puede darse en las exposiciones de arte contemporáneo es que lo mostrado ya haya pasado de moda para los cuatro iniciados que deciden sobre estas banalidades. Por lo aquí expuesto considero, lo digo muy en serio, que la prohibición de los toros en Cataluña  ha sido producto de una sonrojante hipocresía pero una bendición para la fiesta. Entre ver la Monumental languideciendo, prácticamente vacía domingo tras domingo, entre un puñado de turistas que nada pueden entender, o escapar de tapadillo al sur de Francia -como hacíamos hace tantos años para ver Dernier tango à Paris- para compartir entusiasmo con el público de Nîmes, no hay color.