Luz

Beatriz de Moura. Editora. Río de Janeiro, Brasil, 1939

 

Anochece en pleno agosto. Sobre el suelo de baldosas color teja, liso y reluciente, de la casa de Pantelleria, las columnas truncadas proyectan, alargadas, su sombra maciza. Los rayos del sol poniente se deslizan por entre ellas hacia el interior de la casa, abierta al mar. Desde lo que para mí es atrio, pero que en realidad es terraza, de espaldas a la vivienda medio empotrada en la roca agreste, veo a mis pies desplegarse el mar inmenso, enmarcado entre cada vano de la columnata. Todo es luz, pero con reparos, sin estridencias. Ese sol-y-sombra, esa luz de siesta mediterránea, iba a reproducirse una y otra vez en la obra arquitectónica y pictórica de Oscar. Allá, por aquel entonces, no podía saberlo. / Luz de la razón. Oscar estudió en un colegio alemán, laico. Intuyo que esta formación básica, en aquellos años de escasas luces en España, no es ajena al desarrollo de una inteligencia que, más tarde, le serviría para calibrar a buena luz los posibles excesos de una sensibilidad artística dominada por el arrebato y para aprehender, fulgurante y lúcidamente a un tiempo, las esculturas de Fidias, Miguel-Ángel, Canova y Rodin; las pinturas y los mosaicos de Pompeya o la obra pictórica de Velázquez, Picasso y Antonio López; los templos egipcios, minoicos y griegos, el Panteón de Roma, las iglesias de Borromini, los palacios de Lutyens o las casas de Adolf Loos y Robert Venturi (con quien, por cierto, comparte la convicción de que siempre se aprende algo de cualquier cosa); un lacrimal romano, la fregona hispánica o un zapato de Blahnik; los parques ingleses o los jardines japoneses y latinos. / Luces. Empapado de las que irradian la Grecia clásica, el Renacimiento y probablemente los reinos de Taifa, Oscar ha hecho suya esa herencia, asimilándola paradójicamente, sospecho yo, a otra tradición, opuesta, que le viene del siglo xx y del frío: la de Alvar Aalto, para quien la luz obedece a otra necesidad, pero a la que trata con la misma fruición. / Luz primaria. Las pinturas de Oscar son luz primaria. Casi ninguna escapa a esa magia que sin duda le iluminó a él ante cualquier cuadro de Vermeer y que a todas luces él aprendió a examinar con Dalí. / Ángel de luz. Algo así, en otra vida, lo fue Oscar para mí. A su lado supe, por ejemplo, entre otras muchas cosas, que no tenía más remedio que ser como soy y lo que soy, para bien o para mal. / Sacar a luz. Más que discutible, Todo es comparable y Dios lo ve, tres libros a los que Oscar dio a luz. El primero, en la editorial que lleva su apellido y que él ayudó a fundar; los otros dos, en Anagrama. Estas cosas suelen ocurrir —e inevitablemente por los mismos motivos— en las mejores familias. / Traje de luces. Nadie que haya conocido a Oscar hace treinta años hubiera dicho que hoy en día aquel chico melenudo con abrigo de cordero, camiseta Lacoste, pantalón de pana y Clarks, que aborrecía los botones, llevaría camisas italianas e inglesas (con todos sus botones), trajes de Armani, chalecos de Missoni, corbatas de seda y zapatos hechos a medida en Londres. Una de cal y otra de arena. No en vano Oscar es Géminis. Y por eso me van a permitir la licencia de opinar que es un hombre / Entre dos luces. ¿Polifacético? Sin duda. ¿Ecléctico? Por supuesto, y a mucha honra. ¿Contradictorio? Ante todo contradictorio, aun sin perder una elemental y estricta coherencia. Como dos en uno. No a la manera radical de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, sino más bien a la no menos inquietante, aunque menos letal, de un ventrílocuo y su muñeco. Oscar lleva siempre a su muñeco en las entrañas, de tal manera que nadie jamás puede prever a cuál de los dos iluminarán las candilejas. Veámosle, si no, encoger hombros, fruncir ceño, ojos, nariz y boca, juntar las palmas de las manos y frotárselas con el vigor de un ser primitivo en busca del fuego: tan pronto pueden chispear luces de Bengala como saltar centellas de efectos devastadores. Incandescentes las dos, pero unas anuncian hermosos artificios y otras presagian iracundas explosiones. Este gesto de impaciencia —¿de agitación, de angustia?— ha sobrevivido a todas sus mutaciones, y traiciona su íntima naturaleza. De modo que o se le toma, en su perversa dualidad, o se le deja. No en vano hay quienes le odian, le recelan, le menosprecian o le ignoran, pero también hay quienes —probablemente los que él mismo ha congregado en este libro— que, más allá de las contradicciones, los desplantes y las arbitrariedades, le admiran e incluso le quieren./ Luzbel. Mientras Tot, o Hermes, guiña un ojo radiante al artista en el camino de la perfección, Luzbel, el ángel caído, con la luz negra de su resentimiento se encarga de sembrar la intriga y la difamación entre los mortales. Éste es el precio, elevado sin duda, que debe pagar todo aquel quien, como Oscar, se ha empeñado en jugar* tan seria, temeraria y casi diabólicamente con algo tan intangible como la luz, y las luces, en el arte y en la vida.
* En el sentido de “madurez del hombre” que, según Nietzsche, consiste en “haber reen-contrado la seriedad que pone el niño en sus juegos” (Más allá del bien y del mal).