Recomendaciones a los futuros arquitectos.

ETSAB, Barcelona 2004

 

 

Hace cuarenta y dos años, Lluís Clotet –mi mejor amigo y colaborador durante más de veinte años– y yo estábamos en esta escuela. En aquel momento existían dos líneas principales dentro de los arquitectos que nos interesaban, arquitectos relativamente jóvenes: la línea que arrancaba de José Antonio Coderch y tenía una continuación muy directa con Federico Correa y Alfonso Milá, y la línea que venía del Grupo R, de Sostres, de Moragas, del joven Bohigas, etcétera. Estas dos líneas no estaban enemistadas, pero sí bastante distantes, aunque después, con los años, esta aparente desunión desapareció.

 

Nosotros tuvimos la inmensa suerte de que al segundo año de estudiar en la escuela ya pudimos entrar a trabajar en el despacho de Federico Correa; pero, como queríamos oír todas las voces, sobretodo dado el carácter de Lluís Clotet, pedimos un día una entrevista con Oriol Bohigas, y él, muy amablemente, nos dijo que sí, y fuimos a su estudio. Entonces Oriol, haciendo gala de su polémico carácter, después de hablar un rato, nos dijo: “Bueno, pero en arquitectura hay dos cosas realmente importantes”. Y nosotros esperábamos que nos dijera, ¿qué sé yo?, que hay que empezar siempre desde el interior, o algo de ese tipo. Pero dijo: “Las dos cosas importantes en arquitectura son: dibujar con un lápiz 4H y que las cotas sumen”. Claro, ahora en el dos mil cuatro, casi tengo que explicar qué es esto del lápiz 4H, que quiere decir un lápiz de mina muy dura.

 

En aquella época estaba de moda dibujar con Dacs, con ceras, con lápices blandos. Y Oriol nos quería decir que la precisión era importante y que había que trabajar con un lápiz muy duro para que la línea fuera muy fina y muy precisa. Y que las cotas sumen, pues quiere decir que por aquel entonces no era tan fácil que fuera así, pues si uno tenía un terreno de treinta y cinco metros y quería poner cinco viviendas en fachada, pensaba: “Bueno, me da siete metros por vivienda”; pero luego empezaba a ver que a las del extremo había que restarles la fachada si es que giraba, o el tabique pluvial, o lo que fuera, y después había que restarle los quince centímetros del muro de separación entre la medianera y entre una vivienda y otra… Cuando uno acababa el proyecto, decía: “Vamos a ver, el grueso de fachada, más la cocina, más el grueso del tabique, más el ancho de la sala de estar que está en fachada, más el de la pared de quince, más el ancho de la escalera, más el de la barandilla, todo esto tiene que sumar treinta y cinco metros”. Y claro, muchas veces no acababa de sumar.

 

¿Por qué explico ésta anécdota? Pues lo hago porque es un gran ejemplo de lo difícil que es dar consejos.

 

Los dos consejos de Bohigas, aparte de ser, ya en aquel momento, como es él, contestatarios, pintorescos, o desconcertantes, se han vuelto totalmente inútiles. Hoy, cuando pasamos a trabajar con medidas, lo hacemos en el ordenador, por tanto, el grueso de la línea es cero, como en la geometría euclidiana. O sea, que el lápiz que empleemos es para hacer otras cosas, como croquis y, por tanto, ya puede ser un lápiz 4B, en lugar de uno 4H.

Y que las cotas sumen ya lo hace el ordenador automáticamente; nos suman siempre porque hay un momento en que le damos la orden de que nos apunte las cotas y nos las introduce en el plano con total exactitud.

 

Por lo tanto, hoy estoy ante el compromiso de dar algún consejo que de aquí a unos años, cuando ustedes tengan que ganarse la vida con esta profesión, les sirva para algo.

 

Soy totalmente consciente de que la profesión que a mí me enseñaron en la escuela tiene muy poco que ver con lo que es la profesión hoy. Y por lo tanto, lo que les están enseñando a ustedes también tendrá muy poco que ver con el mundo en el cual se tendrán que defender.

 

La escuela donde yo entré en el año sesenta y uno era absolutamente diferente de la que tenemos hoy. Éramos apenas treinta alumnos por curso, y me acuerdo perfectamente que el primer día de clase, cuando uno de los profesores pasaba lista, decía: “Serra Goday, ¿usted es hijo de Serra Florensa?; Agustí Borrell, ¡ah!, usted es el hijo del arquitecto Borrell”; Pep Bonet –excelente amigo mío–, usted debe ser hijo de Esteve Bonet…” Y así sucesivamente, pues el setenta por ciento eran hijos de arquitectos y, del treinta restante, la mayoría eran hijos de personas conocidas de Barcelona, más alguien de fuera y algún alumno, como Clotet –que estudiaba con beca–, que era absolutamente desconocido para los profesores, lo cual causaba gran extrañeza. Recuerdo un catedrático que un día en clase llegó a decir: “Bueno, lo mínimo que se le puede pedir a un arquitecto es que sepa llevar bien el smoking”.

 

Me acuerdo perfectamente que, cuando acabamos la carrera, nos reunieron a los diecisiete que habíamos pasado el proyecto final, que en aquella época no se eternizaba como ahora. Lo hacíamos inmediatamente después de acabar los estudios porque pensábamos que íbamos a poder montar un estudio enseguida y que íbamos a tener una tienda para decorar inmediatamente; por tanto, teníamos que hacer el proyecto final de carrera, sacar el título y colegiarnos. Pues bien, entonces los profesores nos recibieron y nos dijeron: “Bueno, ahora ya somos todos compañeros, ¿no?” El tono cambiaba absolutamente, nos convertíamos en unos compañeros, o unos competidores. Naturalmente, todo eso nos daba mucha risa. Ya en aquella época –no éramos ingenuos–, todo eso nos parecía desfasado, propio de una profesión que no era la que nosotros pensábamos que teníamos que desarrollar.

 

Pero incluso los grandes profesores que tuvimos en la carrera, como Federico Correa (que nos cambió totalmente la mentalidad ya en el primer curso), o como Carles Bassó (un excelentísimo profesor de estructuras y un excelentísimo arquitecto), incluso lo que estos profesores nos enseñaron, que fue mucho, era para una profesión diferente de la que hoy tenemos. Todos pensábamos que podíamos montar un estudio por nuestra cuenta; en equipo, como hicimos nosotros, cuatro compañeros del mismo curso que fundamos el Studio PER, o en solitario.

Como máximo pensábamos que quizá trabajaríamos un año o dos en un estudio importante, pero que después nos montaríamos un estudio personal. ¡Ni imaginábamos poder trabajar para la Administración! Estábamos en pleno franquismo y ningún arquitecto mínimamente valorable se planteaba siquiera ser arquitecto municipal de un pueblo. En su momento ya hubo algunos intentos, por parte de José Antonio Coderch y de Pratsmarsó, que se habían demostrado absolutamente inviables. Trabajar para la Administración era una cosa vista como absolutamente denigrante, y se partía del principio de que un arquitecto que lo hiciera era un arquitecto corrupto.

 

Tampoco imaginábamos, de ninguna manera, recibir un encargo de la Administración como hacer una escuela, un museo, o un hospital, por modesto que fuera, o un centro de asistencia. Se sabía que esto venía de Madrid, que esto lo hacían los arquitectos enchufados, y que ni nosotros, que acabábamos de terminar la carrera, ni Bohigas, ni Coderch, ni Correa, ni Sostres, ni Moragas, iban a tener un encargo de la Administración; esto se daba por sentado.

 

De alguna manera, teníamos la ilusión de que podríamos tener unos ciertos clientes fieles, aunque esto se estaba acabando. Duran Reynalds, por ejemplo, fue un arquitecto representativo de una manera de hacer arquitectura. Arquitectos que trabajaban para tres o cuatro familias barcelonesas, que les tenían confianza, y les encargaban su chalet personal, su fábrica, su almacén, una casa para sus hijos... Estaban contentos con ellos; con la obra anterior, quizás se lo explicaban a un amigo, o el amigo veía la obra y éste te venía a ver, y así funcionaba. La verdad es que así es como había funcionado el tema de la relación cliente-arquitecto hasta prácticamente cuando nosotros terminamos la carrera. Incluso el despacho de Martorell, Bohigas y Mackay contaba con unos promotores fieles que les encargaban casas en Barcelona y que repetían. Evidentemente los tuvo Coderch, y no digamos los arquitectos de más edad como Mitjans, por ejemplo.

 

En aquella época los encargos te venían de esta manera. Estaba mal visto promocionarse y la ley de colegios profesionales prohibía anunciarse. No estaba muy bien visto que te preocupases mucho de publicar, de que se fotografiasen tus obras, de tener las obras muy bien archivadas y los planos dibujados para publicar y no para construir. Todo esto se percibía con cierta reticencia; como una promoción personal, de marketing, como algo que no era lo que debíamos hacer. Ningún arquitecto vendía sus dibujos, por ejemplo, ¡ninguno!, ni los exponía.

 

Pensábamos que la vivienda colectiva era nuestro principal reto. En esto éramos, de alguna manera, seguidores ingenuos de la Bauhaus. Nos parecía que lo que estaba solicitando la sociedad era solucionar el problema de la vivienda, que en aquel momento en España, evidentemente, era mucho más grave que ahora. Pero queríamos solucionar este problema aportando ideas nuevas, considerando que la familia había cambiado, que por lo tanto la vivienda podía ser innovadora. Los temas de siempre, que por qué la cocina estaba tan aislada si realmente era el ama de casa quien prácticamente estaba todo el día allí, etcétera.

 

Estábamos convencidos de que los arquitectos conocidos –no los que ganaban más dinero– eran los buenos. Porque ya sabíamos, por la lista del Colegio de arquitectos, que los cinco que ganaban más dinero eran absolutamente desconocidos, eran lo que en aquel momento llamábamos “firmones”, gente que no proyectaba prácticamente y que desde luego no iba jamás a la obra, pero firmaba los proyectos. Los buenos lo eran porque los clientes quedaban contentos con sus obras, solucionaban problemas, se adelantaban y veían el futuro de lo que había que hacer, eran los que construían mejor, los que tenían menos problemas después con sus obras, los que eran mejor entendidos.

 

Todos teníamos mesa de dibujo y, muchos, ansiábamos permanecer el máximo de tiempo frente a ella. Los trabajos burocráticos fuera de esta mesa, que inevitablemente había que hacer, nos parecían una pérdida de tiempo e intentábamos solucionarlos con la mayor celeridad y con la mínima energía. Hace muy poco, Lluís Nadal, un gran arquitecto que ha cerrado ya su estudio por no sentirse capaz de dialogar con este mundo actual, me explicaba que Duran Reynalds tenía un delineante jefe en su estudio –en aquel momento ser delineante era una cosa muy importante– que cuando le decía: “Tendría que ir al Ayuntamiento”, le contestaba: “¿Cómo que tienes que ir al ayuntamiento?” “Sí, bueno, han llegado unas notas de que en aquel proyecto que presentamos hay cuatro o cinco cosas que no cumplen, que debería ir allí a solucionar.” “A mí me parece mal, creo que no deberías perder el tiempo yendo al ayuntamiento, eso no deberías hacerlo tú (¡y eso se lo decía a su delineante en jefe!). Tú estás aquí para hacer cosas serias, no para ir al Ayuntamiento a discutir con los arquitectos municipales.”

 

Bueno, como decía, en estos cuarenta y pico de años, las cosas han cambiado muchísimo. Entre unos poquísimos arquitectos estrella y el común de los arquitectos se ha abierto un abismo que no hace más que crecer. Cada vez son menos los arquitectos estrella y cada vez son más universales; cada vez está más lejos el mundo de los arquitectos estrella y el mundo de la educación –me refiero también al mundo de las escuelas estrella y al de los profesores estrella– del mundo común de los arquitectos, de la construcción, de las empresas, etcétera.

 

Hubiera querido traer el libro que yo creo ha sido de referencia en los años noventa. Dijimos que, en un cierto momento, el libro de referencia fue Aprendiendo de todas las cosas, de Robert Venturi, después lo fue Della Città, de Rossi, y no hay duda de que en los noventa el libro de referencia ha sido Small, medium, large, extralarge, de Koolhaas. En este libro, que como saben es un alarde de gráfica, las dos primeras páginas están dedicadas a exponer en un gráfico los días que ha dormido en su cama Rem Koolhaas, en Rotterdam o en Amsterdam, y los quilómetros que ha hecho al año. Hay todo un gráfico para demostrar que ha dormido, qué sé yo, quince días en su cama, y que ha hecho no sé cuántos miles y miles de quilómetros al año. ¡Y esto está en las dos primeras páginas del libro! Yo creo que Rem Koolhaas, independientemente de su categoría como arquitecto, ha sido el ideólogo de los últimos 10 años. El que ha dicho que hay que acercar la arquitectura a la moda; el que ha dicho que la construcción anárquica de las ciudades chinas es admirable; que el nuevo urbanismo de la China actual es una cosa para estudiar, etcétera. Que esta persona ponga, en las dos primeras páginas de su libro, como un mérito, lo que se llega a mover y lo poco que ha estado durmiendo en su cama, es muy significativo del tiempo en el que estamos; y estoy seguro de que vamos a más, no a menos.

 

No existe hoy en día un prestigio local, lo que tenía Pratsmarsó en la Costa Brava; o Duran Reynalds, o Mitjans, o Bonet en Barcelona; o Barragán en Ciudad de Méjico; o Gardella en Milán; o Albini en Génova. En una zona que conoces, y en la que te conocen, puedes ir a ver tus obras, puedes hacer la dirección de las mismas, puedes conocer incluso a los constructores. Esto, hoy en día, ha desaparecido absolutamente. El prestigio es universal y en él están arquitectos de varios países y, cada año, los invitados a todos los concursos de proyectos importantes son los mismos.

 

Digo yo: es un autobús donde viajan doce personas y cuando sube una nueva otra tiene que bajar: Es evidente que hoy Michael Graves, que fue un arquitecto que llegó a hacer anuncios en televisión para American Express (recuerdo perfectamente un anuncio donde salía él dibujando una casa griega en la pizarra, en Princeton, y a la salida, entre estudiantes, le decían: “Y usted, ¿cómo se las arregla para viajar por todo el mundo y no tener problemas?” Entonces se metía la mano en la cartera y decía: “Con American Express”), es evidente que Michael Graves hoy ya no viaja en este autobús.

 

Cuando yo acabé la carrera, quien parecía que acabaría con todos los arquitectos del mundo era Christopher Alexander, que también era matemático. Él tenía la esperanza de que los ordenadores proyectarían por nosotros –no dibujarían o nos facilitarían el trabajo mecánico, sino que proyectarían por nosotros, que les introduciríamos unos patterns y unos inputs y nos harían las plantas de un hospital, por ejemplo. Esto lo decía Alexander en el sesenta y cinco. Y bueno, ninguno de ustedes recuerda a Christopher Alexander; hace mucho que se bajó del autobús. Este autobús hoy tiene otros nombres, que conocemos todos. Debe haber algún americano y algún holandés, y algún suizo-alemán y, evidentemente, son estos nombres los que construyen los edificios estrella aquí, en Barcelona, en Madrid, en Hong Kong, en Princeton o en Berlín.

 

También es evidente que hay, según los años, una preponderancia de países; hubo un momento en que un pequeño país, o una pequeña región como el Ticino, tenía mucha gente en el autobús. Otro momento lo tuvo Brasil, que ha tenido excelentísimos arquitectos; hoy no hay nadie de Brasil en este autobús, con la excepción de Niemeyer claro, que es un caso tremendo, una persona de noventa y pico de años que continúa trabajando a un altísimo nivel porque arrastra el prestigio de hace cincuenta años. Ahora hay franceses, de otras nacionalidades y, desde hace unos años, siempre hay algún español.

Ahora bien, yo creo que muy pocos de ustedes tendrán, la posibilidad de subir a ese autobús. Estadísticamente, es improbable que ni uno de ustedes se pueda pasar un año en este autobús; creo que es una cosa que hay que tener en cuenta y, quien tenga esta ambición, debe poner en ello mucho empeño, pero esto evidentemente no nos sirve a la inmensa mayoría de los arquitectos que nos divertimos haciendo arquitectura.

 

Hay que saber de todas maneras que si alguno llega a estar en este grupo podrá hacer literalmente lo que quiera. Y cuando lo digo así de claro es porque lo conozco. Por ejemplo, para citar casos cercanos, cuando se presentó el edificio del Forum a la prensa, vino Herzog a explicarlo y debían hacer una rueda de prensa donde estaba el presidente de la Diputación, el alcalde de Barcelona, los promotores del Forum, etcétera… y él. Él, que ha venido, me parece, tres veces a la obra y que dijo hace poco, en un congreso en la Menéndez Pelayo: “Acabo de pasar por allí de camino hacia Santander, y me ha gustado mucho”. Pues Herzog, que se hospedaba en el hotel Ritz de Barcelona, en el momento de empezar la rueda de prensa no estaba. Le llamó el jefe de protocolo del Ayuntamiento, francamente preocupado, y su secretaria le contestó –esta gente viaja con todas sus defensas–: “El señor Herzog no saldrá del hotel hasta que estén todas las otras personas que deben estar en la mesa”. “Es que ya están todas”, le respondió el jefe de protocolo. “¡Ah! muy bien, pues ahora sale”. Herzog llegó al cabo de un cuarto de hora, le presentaron a todo el mundo y cuando fue a entrar a la sala, con todos los periodistas esperando, dijo: “Por favor, un lavabo”. Con lo cual entró el alcalde, entró el presidente de la Diputación, entró el gerente del Forum, toda la prensa esperó cinco minutos más y entonces entró Herzog “in bellezza".

 

El primer día, y muy probablemente el único, que Jean Nouvel acudió a la dirección de obra de su torre Agbar, evidentemente estaba el presidente de la Compañía de Aguas, un representante del Ayuntamiento, los jefazos de la empresa constructora, de la promotora, etcétera. Cuando llegaron, el jefe de obra les dio a todos los cascos reglamentarios y el último, que fue Nouvel, lo tiró displicentemente y dijo: “¡Cómo se atreven ustedes a darme un casco blanco! Es evidente que yo tengo que llevar un casco negro”. Nouvel es así. Está claro que a Nouvel se le ha hecho el casco negro –esmaltado brillante– y yo he visto las fotos de él, visitando la obra con el casco negro.

 

Yo di una conferencia con Nouvel en Florencia y, evidentemente, él iba de negro, absolutamente, e iba con dos o tres groupies. Llevan sus protectoras, éstas que se ponen al teléfono y llevan las diapositivas y todo, y que, en su caso, iban disciplinadamente vestidas de negro, con las uñas maquilladas de negro y los labios pintados de negro. Anécdotas de éstas... y digo estas dos porque son de Barcelona, pero anécdotas de éstas, cualquier persona que haya estado en este mundo, conoce una infinidad.

 

Koolhass participó en un concurso delicadísimo para edificar delante de la Mezquita de Córdoba, concurso en el que participaban otras personas del autobús, en total cinco o seis. Koolhass dijo que el solar que le daban le parecía equivocado y que, por lo tanto, él proponía edificar sobre zona verde todo un puente que atravesaba el río delante de la Mezquita, con lo cual, según él, se ganaría mucho dinero porque se recalificaba un terreno de zona verde. Evidentemente, todos los que habían aceptado aquel terreno quedaron como unos tontos. Pero creo que la razón fundamental por la que Koolhass ganó el concurso, que lo ganó, fue porque veinticuatro horas antes su secretaria llamó al ayuntamiento de Córdoba y dijo: “¿Qué longitud tiene su pista de aterrizaje?” Entonces hubo una gran crisis en el Ayuntamiento y una pregunta en el aire: “¿Oye, tenemos pista de aterrizaje?”. “Sí, sí, creo que hay una”. “Es que nos tememos que no tenga suficiente longitud para que el reactor privado del Sr. Koolhass pueda aterrizar”. Yo creo que en aquel momento ganó el concurso.

 

De todos modos, los que de ustedes estén empeñados en intentar esta opción, les querría avisar que para estar allí hay que tener, aparte de talento como proyectista, otras cualidades: hay que hablar varios idiomas e imprescindiblemente el inglés; hay que estar dispuesto a viajar desesperadamente y hay que tener un talento para el marketing enorme, ya que el prestigio no se basa en las obras anteriores y en como envejecen. La vida de un arquitecto es muy corta para que esto suceda. Hoy las obras se publican recién acabadas o, muchas veces, antes de acabarse.

 

Pensar que un cliente te traerá otro está totalmente fuera de época. Da igual que el cliente que te ha encargado una obra acabe totalmente indignado contigo. Creo que, muy probablemente, los clientes de Nouvel en Barcelona, o los clientes de Herzog & de Meuron en el Forum, han acabado relativamente descontentos. Pero ¡qué más da! Si los próximos clientes de Herzog & de Meuron y de Nouvel no van a ser ellos, van a ser chinos, o neozelandeses, o van a ser… es igual. Por lo tanto, ¿de dónde puede venir un encargo de este tipo? Puede venir de tu prestigio internacional, y el prestigio internacional se consigue dedicando mucho entusiasmo y mucha atención al marketing. Esto no tiene vuelta de hoja.

 

Cómo envejezca un edificio es hoy tan irrelevante que en una modesta fundación que lleva mi nombre, hemos creado un premio, que se llama “Premio Década”, al mejor edificio construido en la ciudad de Barcelona con diez años de antigüedad. En este premio hay dos cosas polémicas. Una: que nos circunscribimos exclusivamente al término municipal de la ciudad de Barcelona para que el arquitecto que las juzga las pueda visitar personalmente; nos parece absolutamente escandaloso que se juzguen obras por fotografías, cosa que está ocurriendo cada día más. Y dos, evidentemente, que vayas a ver la obra; veas cómo ha envejecido; si la gente la ha entendido; si la utiliza como la habían pensado; si ha cambiado de uso pero la obra continúa siendo válida, etcétera.  Creo que decir: “Demos un premio que esté en contra de todos los premios”, es en cierta manera un manifiesto.

 

El premio FAD de Arquitectura, por ejemplo, pasó de Barcelona al Área Metropolitana de Barcelona, luego a Cataluña, después a España y ahora incluye también Portugal. Creo que cada salto de éstos ha ido en contra del rigor del premio; cada vez el premio ha podido ser menos riguroso.

 

Por lo tanto, para conseguir encargos agradecidos, hay que salir lo más posible en los medios. El otro día escuché a Ferran Adrià, de alguna manera es un proyectista y creo que, visto desde la arquitectura, un proyectista que da mucho que pensar. Ferran Adrià dijo que había dado cuatrocientas entrevistas en un año, o sea, más de una al día. Bueno, en eso estamos, si quieres ser portada del Times, a lo mejor tienes que dar cuatrocientas entrevistas en un año.

 

Yo, durante quince años, tuve una buena amistad con Salvador Dalí y en aquel momento era bastante insólito que un artista como él a las siete de la tarde dijese: “Bueno, ya he acabado de pintar, ahora me toca el sacrificio de venderme durante dos o tres horas”, y entonces entraban los periodistas, las televisiones, etcétera.  Esto lo hacía sistemáticamente, cada día, en su casa de Portlligat. A veces decía: “¡Ay, me tengo que disfrazar! Porque me tengo que disfrazar de Salvador Dalí”. Y se ponía la barretina y las espardenyes y entonces salía. Tenía que pagar un peaje, tenía que dedicar dos o tres horas al día a hacer esto. Pero es que, como en muchas otras cosas, era un adelantado, y en esto del peaje de las dos o tres horas se ha quedado cortísimo. Para personajes como Philippe Starck, por ejemplo, son veinticuatro horas al día. Porque puedes estar a las cuatro de la madrugada tomando copas y, si hay un periodista en la barra, Philippe Starck actúa; deja de hablar contigo y actúa. Hace el mimo, se pone una nariz de payaso, o sea, que ¡está trabajando!

 

Creo también que esto viene del acercamiento del mundo del diseño arquitectónico al mundo del diseño de moda. Esto puede ser considerado positivo o negativo, pero es indiscutible. La tienda Prada de Koolhass en New York, o de Herzog & de Meuron en Japón, lo están demostrando.

 

Para acabar con este tema, creo que para figurar en este mundo hay que actuar en una universidad importante, de las que cuentan en el mundo. No hay que proyectar viviendas colectivas. ¡Eso está clarísimo! Yo pido que se me dé el ejemplo de un arquitecto vedette que en los últimos diez años haya hecho un edificio de viviendas colectivas. Desde Rafael Moneo a Koolhass, Herzog & de Meuron, Gehry, Calatrava… en suma, la lista de los doce, o de los veinte. En los diez últimos años, seguro que no han proyectado vivienda colectiva. Hay que tener preferentemente clientes públicos, o grandes corporaciones. Y por descontado hay que estar muy dispuesto a una serie de sacrificios, tal como he explicado previamente.

 

Muy probablemente, los que no llegamos a subir al autobús nunca tuvimos la calidad artística suficiente para hacerlo. Pero es que además, a cierta edad, uno cree que estos sacrificios son muy caros, muy caros para nuestra calidad de vida y muy caros para la calidad de nuestra obra. Esto decía el zorro a las uvas, ¿no?, pero lo pienso muy sinceramente. Pienso que la proliferación enorme de tantísimos proyectos en pocas manos, y de proyectos tan dispersos por el mundo, repercute, en casi todos los casos, en un descenso del nivel de la obra. Creo que los grandes almacenes de Foster, aquellos almacenes de fachada curva que nos impresionaron tanto hace veinticinco años, continúan siendo su obra mejor y creo que podríamos decir esto de muchos otros arquitectos.

 

Mi experiencia como arquitecto –y la de los otros invitados que van a venir a estas charlas– es una experiencia de arquitecto que proyecta, lo que dicen los ingleses designer. Los ingleses lo dicen muy claro: hay arquitectos con título de arquitecto, que hacen de  designers y arquitectos con título de arquitecto que no hacen design, hacen otras cosas.

 

La visión que os van a dar estos invitados será siempre a través de arquitectos que proyectan, pero hay que tener en cuenta que hoy hay otras muchas salidas para el arquitecto que son absolutamente respetables. Hay arquitectos que calculan estructuras, los hay que organizan estudios, hay arquitectos que están en la Administración y hoy en día, estar en la Administración, es una actividad absolutamente respetable y socialmente muy relevante. O sea, que hay señores con el título de arquitecto que pueden hacer muchas cosas.

 

Cuando voy de viaje tengo un vicio –que seguramente es muy de arquitecto– que es llevarme muchos planos, tener un cierto sentido de la orientación y no preguntar nunca a los viandantes. Cuando los amigos o mi mujer van conmigo se desesperan porque no pregunto, y les digo: “Es que no pregunto porque no sé si son arquitectos, y claro, si aquel peatón que está ahí no es arquitecto me lo va a explicar mal, ¡seguro! ¿No?”.

 

Creo que los arquitectos sirven para muchísimas otras cosas, por ejemplo para el diseño industrial, sin discusión, para el diseño gráfico, para muchísimas otras cosas. Por lo tanto, mis consejos en este momento pueden ser de relativo interés sólo para los arquitectos que piensen proyectar arquitectura. Pero dirigiéndome a ellos les querría decir:

 

Primero, que hoy en día se nos pide un trabajo eminentemente de gestión, sobre todo, que cuadremos cosas imposibles de cuadrar, me refiero que cuadremos las ordenanzas de minusvalidez con las ordenanzas de bomberos, con las ordenanzas municipales, con el criterio de los conservadores artísticos del patrimonio; que compaginemos los intereses del constructor con el control económico, con la calidad, con la celeridad de la obra, con el tiempo... O sea, somos una especie de gestores que tenemos que cuadrar toda una serie de cosas ¡que no cuadran! Con una responsabilidad tremenda, y si no lo conseguimos... ¡nos caen chuzos de punta!

 

Segundo, que cada día estamos más perseguidos por los abogados, las compañías de seguros, los project manager, etcétera. Esto ha sido un cambio progresivo, radical e irreversible. Creo que esto viene mucho de Estados Unidos, como después explicaré, y del poder tremendo de los abogados allí. Hoy, cualquier persona que construye tiene una espada de Damocles encima, de grandísima gravedad. Por ejemplo, nuestra responsabilidad civil sobre defectos de la construcción caduca a los diez años, no la criminal, o sea, que si matamos a alguien con un edificio que hace cincuenta años que hemos construido también nos puede pasar algo, pero si hay una gotera, teóricamente, nuestra responsabilidad caduca a los diez años. ¿Qué quiere decir esto? Pues quiere decir que hay macro oficinas de abogados en Barcelona, a imagen de las americanas, que visitan sistemáticamente a todas las agrupaciones de vecinos que tienen construcciones que están a punto de cumplir diez años. Por ejemplo, en el dos mil dos, todas las que se hicieron en la Villa Olímpica. ¡Sistemáticamente! Son unos abogados jóvenes, que están en estas macro oficinas, que les dicen: “Oiga, ¿no hay ningún grifo que pierda?”; ¿no hay ninguna tela asfáltica que tenga un poro?; ¿no tienen ninguna humedad en la escalera?”. Evidentemente, de diez veces, nueve –como mínimo– los vecinos dicen que sí, que pasa. Y entonces les convencen de que pueden sacar bastante dinero si se pone un pleito a la empresa constructora. Y al cumplir los edificios diez años, sistemáticamente, cae, en casi todos, un pleito importante.

 

Este proceso, muchas veces, va a parar a una constructora o a un promotor que ha cambiado de nombre. Por ejemplo, Núñez y Navarro tiene empresas, diferentes prácticamente para cada edificio que construye, empresas que se disuelven cuando el edificio se ha acabado. Por lo tanto, el promotor es una persona inencontrable. Y la empresa constructora tres cuartos de lo mismo, porque o se ha asociado con otra, o ha desaparecido, o ha sido englobada. Y quedamos nosotros como únicos responsables. Y entonces, bueno... es un pleito detrás de otro y, en muchos de ellos, el juez decide que, entre los pobres vecinos y el rico arquitecto, ¡pues que palme el rico arquitecto! Esto, evidentemente, significa que nuestros seguros cada año son más caros, y en muchos contratos nos exigen una mínima cantidad de riesgo cubierta por el seguro, si no, no nos contratan la obra. Si no estamos cubiertos por esta cantidad el cliente no nos confía la obra, y cubrirnos vale muchísimo dinero.

 

En Estados Unidos ha llegado a ser un círculo vicioso de tal calibre que, por ejemplo, en muchas ramas de la medicina, la investigación se está frenando y está pasando a otros países como China, India e incluso Francia, porque los médicos no quieren investigar nada. Porque si con aquel enfermo –un enfermo terminal sin solución– se prueba una nueva curación, que puede funcionar o no, en el caso de que no funcione les va a caer el pelo. Por lo tanto, ellos siguen la hoja de instrucciones: ¿Esto está en fase de investigación y aún no está legalizado?, ¿no? ¡Pues que se muera este señor! Esto es así, se explica poco, pero es así.

 

Entonces claro, investigar en arquitectura es un riesgo que nos lo tenemos que pensar diez veces. Porque utilizar un nuevo material o una nueva solución, con esa espada de Damocles encima, es una aventura bastante descorazonadora y que está limitando muchísimo nuestra capacidad de innovar.

 

El asunto de los project manager... En nuestro estudio nos hemos pasado quizás los últimos quince años trabajando con algunos clientes norteamericanos. Es decir, obras aquí, pero dependiendo de clientes de allí. Hemos sufrido mucho aunque también hayamos aprendido mucho. Y hemos aprendido mucho en el sentido de que hemos visto venir muchas cosas, por ejemplo, la que acabo de explicar de los seguros, con unos contratos de cincuenta páginas conteniendo una serie de cláusulas tremendas sobre lo que nos puede caer encima si pasa tal cosa y tal otra y tal otra. Por ejemplo, se nos ha echado en cara de forma airada que hayamos atendido a las ordenanzas de incendios de aquí, españolas, que están copiadas de las suecas y que son prácticamente todas las europeas, diciéndonos: “¡Cómo! ¿Ustedes no sabían que había que cumplir normas americanas?”. Porque en este hotel puede venir un cliente americano, y si este cliente americano se ahoga por el humo de un incendio nos pondrá un pleito internacional y dirá que qué importa que hayamos cumplido normas del país en que se ejecuta. Y después aparece este personaje, el project manager, un personaje que por definición tiene que estar en contra nuestra, porque siendo un personaje que pone el cliente para vigilarnos, gana su sueldo demostrando que nosotros somos unos inútiles. Porque, claro, si cobra un huevo para decir que lo estamos haciendo todo bien, ¿qué sentido tiene su trabajo?

 

Este project manager, si trabajas para una empresa norteamericana, nunca será un español, casi siempre será americano, o mejicano, o inglés. A duras penas hablará español. Evidentemente medirá en pulgadas en vez de metros y se dedicará a decir que somos unos inútiles y que, gracias a él, el asunto se salva. Y entonces da una lista de defectos en el proyecto, de doscientos defectos por decir algo, de los cuales ciento noventa están solucionados en el propio proyecto y este tipo te vigila, viene a todas las direcciones de obra y te hace la vida prácticamente imposible. Y no hay proyecto importante hoy en día que se haga sin project manager.

 

Igual que opino sinceramente que todos los árbitros de fútbol son futbolistas fracasados, pienso que todos los project managers son arquitectos fracasados. Por tanto, en principio, están en contra nuestra  por el puro problema de que nos tienen envidia, de que nosotros nos lo pasamos bien y ellos se lo pasan mal.

 

Estos quince años que en que he trabajado con clientes americanos para mí han sido de lo más instructivos. Por ejemplo, estuve como puente de diálogo entre el Ayuntamiento y el promotor americano para el centro comercial de Diagonal Mar. Jamás proyecté nada, ni hice una sola línea; simplemente intentaba explicar al cliente porqué el Ayuntamiento no les daba permiso. El Ayuntamiento decía: “Esto de Disneyworld es horrible, a lo mejor estos se piensan que los terrenos de Diagonal Mar están en medio de un terreno baldío de una highway americana”. Y ellos no entendían ni las pegas. Yo les decía: “Bueno, es que a lo mejor quieren que haya escaparates en la calle”.  “Pero ¿por qué escaparates en la calle? ¡Si todo el mundo va  a llegar en coche!”. “No, es que se trata de la avenida más importante de la ciudad, van a pasar autobuses e incluso peatones...”. Bueno... pues esto fueron conversaciones y conversaciones. Han trabajado tres o cuatro equipos de arquitectos importantísimos, americanos todos, dentro de este centro comercial. Oriol Bohigas, para criticarlo, siempre dice que es un proyecto de Robert Stern. Y eso es una verdad a medias, porque Robert Stern también perdió el poder en manos de otros arquitectos, especialistas en shopping centers, que eran más comerciales.

 

He estado en reuniones con treinta personas, todas con su ordenador personal, todas tomando notas, una cosa ¡absolutamente increíble! Recuerdo, por ejemplo, una tremenda donde estaba el arquitecto que llevaba este proyecto de la oficina de Robert Stern y estaban los nuevos arquitectos que iban a hacer la comercialización, que se llamaba Communication Arts, que ya es un titulo un poco resbaloso. En un punto determinado, Stern hacía una rotonda en medio de las calles del shopping center –de la cual aún queda un recuerdo– y esta rotonda tenía doble altura. Cogía las dos alturas y tenía una columnata que le daba la vuelta, y entonces los de Communication Arts decían: “¡Huy!, esta columnata tiene demasiadas columnas y demasiado cerca, y la gente, en planta baja, no podrá pasar con los carritos entre las columnas”. Entonces el arquitecto de Robert Stern decía: “No, no, cometéis un error de escala. Claro que se pasa; entre una columna y otra hay tres metros. Se pasa de sobras”. “No, no... Bueno, pero es igual, ¡se tropezarán!” Hubo una discusión tremenda de tres cuartos de hora. Y yo pensaba: “Es que esto define un espacio. Es que este espacio sin las columnas no se entenderá, no se entenderá como una plaza, será como un espacio perdido. No se entenderá”. Y entonces Hines, el promotor,  que es una persona bastante interesante y ha trabajado con grandísimos arquitectos como Gehry y Pei, dio un golpe sobre la mesa y dijo: “Well.... Fifty percent”. Y se acabó la discusión. Y así ha quedado, con la mitad de las columnas, ni lo que quería uno ni lo quería el otro.

 

Claro, hacer una obra de arte... y cuando digo obra de arte sé muy bien lo que digo. Yo creo que la arquitectura es un arte. Una obra de arte no es una parida, como muchas del arte contemporáneo. Una obra de arte es solucionar problemas de una manera creativa y artística. Y muchas veces, la solución más sencilla posible y la más eficiente. Con estas actitudes, hacer una obra de arte es francamente dificilísimo, ¿no? Desgraciadamente, el cliente no público –porque el cliente público se mete menos en este tipo de conflictos estéticos– el cliente de gran corporación, tiene esta actitud, se mete cada día más en este tipo de cosas. Y todo esto ¿a qué ha llevado?  Pues al shopping center más feo de Barcelona y el peor solucionado. Sin hablar de mal gusto, tiene el parking peor solucionado, con la señalización peor solucionada... ¡y el menos comercial!

 

También querría que ustedes supieran que hay una voluntad manifiesta de alejarnos de la mesa de dibujo, o de la