Innovación en Arquitectura.

IV seminario técnico del Ciment Català, Barcelona 2008

 

 

En este simposio dedicado a la innovación tengo el honor y la responsabilidad de ser el único arquitecto invitado a intervenir. Por este motivo, mi principal interés en esta charla es intentar dilucidar en qué consiste propiamente innovar en arquitectura, sobre todo porque, si este concepto nunca estuvo claramente definido, en los últimos años ha caído en la más absoluta confusión.

La primera cuestión que deseo plantear es si innovación arquitectónica significa indefectiblemente innovación tecnológica; y mi respuesta es decididamente no. Aunque podemos encontrar ilustres ejemplos de edificios que precisaron de una tecnología innovadora -desde el Panteon romano hasta los primeros rascacielos de Chicago- también existen innumerables edificios en la historia de la Arquitectura que significaron un decisivo paso adelante, que fueron tremendamente creativos, innovadores, incluso diría revolucionarios, sin apoyarse en tecnologías de vanguardia. Dejando por el momento de lado la innovación puramente plástica, la Arquitectura puede plantearse otros problemas que precisen de una actitud innovadora. Pensemos en las viviendas unifamiliares de Wright como una nueva manera de relacionarse con el paisaje, pensemos en Berlage y su extensión  de Amsterdam como una nueva manera de crear ciudad, pensemos en todo el trabajo de investigación de la Bauhaus entorno a la vivienda social: en cómo agruparla, en cómo orientarla respecto al sol, en cómo distribuirla, en como diseñar su cocina de forma que el usuario realizase los mínimos desplazamientos posibles…, en fin en cómo hacer una vivienda mucho más acorde con lo que la naciente sociedad industrial demandaba.

Aunque estas preocupaciones estén absolutamente pasadas de moda y ni uno solo de los arquitectos encumbrados por los media proyecte hoy vivienda social no hay duda que los trabajos que he enumerado eran propiamente Arquitectura innovativa.

Pero, además de las tareas y los ejemplos citados, la Arquitectura puede hacer una aportación de la máxima trascendencia; me refiero a que puede sugerir, aunque no imponer, nuevas maneras de ser utilizada, nuevos usos, nuevas maneras de vivir. Esta ambiciosa pretensión es propia de jóvenes aventureros e ingenuos pero, en las contadísimas ocasiones en que llega a buen puerto…, hace historia. Voy a ilustrar lo que pretendo explicar con un ejemplo notable, con un edificio excepcional: la Berliner Philarmonie de Hans Scharoun. Esta espléndida pieza arquitectónica se puede analizar desde múltiples ángulos pero el que aquí me interesa es que Scharoun pretendió y consiguió abrir la puerta a una nueva forma de escuchar música; mejor dicho, una nueva forma de disfrutar de un concierto.

El consultor acústico de Scharoun en este auditorio fue Lothar Cremer. Cremer – al que tuve la dicha de conocer pues me asesoró en la reforma del Palau de la Mùsica de Barcelona y en el Auditorio de Las Palmas- era un físico notable, un violinista de fina sensibilidad, uno de los contados sabios que he tenido la oportunidad de conocer a lo largo de mi vida. En una ocasión, consultado por los responsables del Palau sobre el futuro que él preveía para las audiciones en directo, Cremer respondió categórico que la razón para acudir a un concierto ya no podía residir en el disfrute de la pura audición ya que él desafiaba a cualquier auditor a que, con los ojos vendados, pudiese distinguir una interpretación en directo de una reproducida con el más sofisticado equipo eletromagnético; y si esto, por limitaciones técnicas, no era aún así, lo sería en muy poco tiempo. Por lo tanto tenían que existir otros atractivos que justificasen la incomodidad del desplazamiento y el precio de la entrada de un concierto. El atractivo, según Cremer, residía en el placer de vivir, el concierto; en concreto en el placer de verlo. Llegó a afirmar que preveía que, en un futuro, el público ideal estaría compuesto por intérpretes amateurs, personas que deseasen comprobar visualmente cómo se resolvían con brillantez los problemas con los que ellos batallaban a diario. (Dicho sea entre paréntesis: estoy convencido de que una de las razones por las que se debe  enseñar dibujo en la escuela primaria y por las que, más tarde, sea recomendable hacer acuarelitas los domingos, es porque así se disfruta de verdad en la visita de un museo. Mi ex socio y gran amigo Lluís Clotet, que así lo hace, está comenzando a tomar clases de piano, a los sesenta y seis años, para disfrutar más en los conciertos.) 

Por lo explicado anteriormente se comprende que cuando, en la primera entrevista, Scharoun explicó a Cremer que imaginaba un auditorio con la orquesta en posición central y el público alrededor ambos tuviesen la certeza de que formarían la pareja perfecta para proyectar un edificio revolucionario, en el mejor sentido del término. Y así fue: realizaron una sala donde cada espectador, situado en una de las terrazas escalonadas que envuelven a los intérpretes, vive un concierto diferente, ve un concierto diferente; uno da frente a las cuerdas, otro a los metales, un tercero puede observar al director de orquesta absolutamente de frente como no lo había visto en ningún otro lugar*. La Berliner Philarmonie fue tan genuinamente innovadora que ningún arquitecto responsable se ha podido librar de su influencia. Todas las grandes salas posteriores deben algo a la Philarmonie. En mi auditorio de Las Palmas de Gran Canaria, donde, como ya he explicado conté con la colaboración de Cremer, esta herencia es consciente y evidente, y sólo el gran ventanal tras la orquesta mirando al mar me ofreció una justificación razonable para no repetir el modelo original*.

Creo haber explicado con claridad la tremenda innovación que significó la Philarmonie. Pues bien, esta innovación brillantísima y radical no se apoya en ningún alarde estructural, en ningún material de última generación ni en ninguna tecnología revolucionaria. Un edificio innovador puede no apoyarse en una estructura novedosa, aunque en algunas ocasiones así suceda.

De todas formas, me gustaría reflexionar un poco sobre forma, estructura, novedad e innovación en arquitectura y en escultura. Como creo mucho en el valor pedagógico de los ejemplos voy a analizar tres obras famosas: El Museo Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao, la Estatua de la Libertad de Frédéric-Auguste Bartholdi y Gustave Eiffel en New York y las Escuelas de la Sagrada Familia de Antoni Gaudí en Barcelona.

Tomemos los dos primeros. Aunque a algunos les parezca una herejía o una exageración, defiendo que ambos son esculturas visitables. Desde luego podemos penetrar en el Guggenheim y recorrer su interior, pero también lo podemos hacer en la Estatua neoyorquina, podemos entrar e incluso ascender hasta la corona de la diosa y mirar por sus ventanitas*. En principio, la Estatua parece más propiamente escultórica pero esto sólo es así porque su referencia es una diosa griega, una Atenea con su túnica clásica, o sea, una escultura académica, mientras que la referencia del Museo (aunque estoy seguro de que Gehry no es consciente de ello) es la de esculturas futuristas italianas, concretamente de Umberto Boccioni, y más concretamente en Linee e forze di una bottiglia *. Y en ambas obras la estructura, o sea la manera de sustentarse, no tiene nada que ver con la forma exterior. Los talleres de Eiffel se espabilaron para sostener a la diosa de la forma que fuese, de igual manera que la oficina de Ove Arup, u otra por el estilo, se espabiló en soportar la escultura que Gehry había maquetado con cartulinas y alambre. La estructura de la Estatua se puede vislumbrar por el interior pero la del Museo no se manifiesta, queda oculta entre la piel exterior de láminas de titanio y la interior de cartón yeso.

Tomemos ahora las escuelas de Gaudí*. En un principio, este modesto y genial edificio, también parece muy “escultórico” y arbitrario. Casi toda la obra del genio de Reus puede dar esta impresión en una primera aproximación. Por este motivo Gaudí estuvo prácticamente marginado en casi todos los tratados sobre arquitectura moderna hasta hace pocos años. Pero si nos detenemos a estudiarla, comprobamos que toda la aparente libertad escultórica de su cubierta y fachadas responde a una lógica constructiva apabullante. Las vigas de la cubierta se apoyan por su centro en una jácena doble T longitudinal y van girando de tal forma que soportando una bóveda tabicada absolutamente tradicional en la construcción catalana se forman unos conoides que evacuan el agua de lluvia por valles alternos. Al desear el arquitecto que también las fachadas fuesen láminas de mínimo espesor en esta modesta edificación provisional las construye también con varias capas de ladrillo de plano y, para otorgarles suficiente inercia, las ondula asimismo en conoides familiares a los de la cubierta. Deslumbrante inventiva estructural, deslumbrante y tremendamente innovadora Arquitectura, en mayúscula.

La comparación entre la obra de Gaudí y el Guggenheim me parece oportuna porque la arquitectura escultórica o, quizás mejor, la escultura construible, es la que hoy se lleva, la que hoy se publica, se premia, y se coloca en cualquier localidad para “ponerla en el mapa”.

En mi juventud, quizás por la influencia de José Antonio Coderch a través de su discípulo Federico Correa, utilizábamos con mucha frecuencia el término peyorativo “formalismo” para referirnos a la arquitectura que pretendía apoyarse sólo en la novedad formal. En este momento, cuando parece que la forma novedosa es la aportación más relevante a la innovación arquitectónica, el término “formalismo” está absolutamente obsoleto, nadie se atreve a utilizarlo, ha perdido todo sentido. Toda la arquitectura que triunfa, toda, la que se ha proyectado para los Juegos Olímpicos de Pekín, para la Expo de Zaragoza, para Dubai…, toda, es “formalista”**. Pero algunos profesionales anticuados nos empeñamos en pensar que, independientemente de consideraciones morales, cuando sólo se persigue la novedad formal las formas devienen inevitablemente repetitivas, faltas de originalidad, aburridas, al fin. Aquí, y para acabar esta charla, me permitiré conectar con una idea que ya expuse en el último capítulo de mi primer libro Más que discutible. Como el título del libro indica, la idea expuesta en este texto, titulado Sin figuración, poca diversión, también resulta más que discutible, pero a mí me parece sugerente. Tras defender que en las llamadas Artes Plásticas –o sea, las desligadas totalmente de cualquier función utilitaria- el arte figurativo es mucho más divertido, variado, popular y trascendente que el no figurativo me pregunto cómo pueden emocionarme artes como el diseño de edificios,  muebles u objetos en los que la figuración es escasa y marginal. Creo que al final he hallado una respuesta. En estas artes el apoyo de la representación viene sustituido por el de la función. De igual forma que en las artes figurativas, la relación entre lo plasmado y lo que representa puede estirarse y afinarse cuanto se quiera, siempre que no se rompa, pues entonces ya no nos divertimos, en las artes utilitarias podemos relativizar el peso de la función, podemos ironizar sobre ella, pero en cuanto la perdemos de vista, cortamos el cordón umbilical que nos da vida, caemos en la arbitrariedad, todo es posible y, con esta libertad absoluta, ya sabemos lo que le pasa al arte: que se vuelve soporífero, o sea, “de vanguardia”. Siempre me interesan más los proyectistas de obras utilitarias que los artistas abstractos puro, más Jujol que Kandinsky, más Mies que Piet, más Mollino que Arp*, más las sillas de Bertoia y las lámparas y mesas de Noguchi que las esculturas de ambos y, desde luego, más los puentes de Calatrava que sus puras especulaciones escultóricas.

No sé si con estas palabras he conseguido concretar lo que es innovación arquitectónica, pero pienso que sí ha quedado meridianamente claro lo que, para mí, no lo es.