Ambición

Esther Tusquets. Editora y escritora. Barcelona, 1936

 

En la voz “ambición” nos dice el Diccionario de la Real Academia Española: “Deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama”. Lo único que aquí nos vale es “deseo ardiente”, porque los objetos de este deseo que se enumeran son, si no equivocados (no puede negarse que gran parte de los humanos codicia poder o dignidades o fama y, de un modo todavía más generalizado, riqueza) al menos insuficientes. ¿Qué ocurre con el deseo de modificar el mundo, de mejorar la condición humana, de abrir nuevos caminos a la ciencia, de crear obras personales y perdurables, de ser universalmente amado? Si no se trata de ambición, ¿qué nombre, que a mí no se me ocurre, le daremos? ¿No era enormemente ambicioso Cristo, al intentar establecer entre los hombres un nuevo orden basado en el amor? ¿Alguien puede imaginar que Miguel Ángel, mientras pintaba la Sixtina o esculpía el sepulcro de los Médicis, pensaba sobre todo y en primer lugar en las dignidades que le concedería el Papa, el dinero que pagarían los duques, o en cómo se acrecentaría su fama? / La ambición en mayúscula, la gran ambición que no necesita justificarse, que es la que atribuyo a Oscar Tusquets, tiene dos características. Primera, no está nunca enteramente satisfecha de sus logros, o no por mucho tiempo, lo cual la condena a cierto grado de insatisfacción y de sensaciones de fracaso. Segunda, es incompatible con la vanidad. Se dan en proporción inversa. Cuanto más genuina es la ambición, menos espacio deja, menos tiempo cede a la vanidad, y una vanidad desmedida causa daños irreparables en la ambición. (Dice Marguerite Yourcenar que de niña aspiraba a “la gloire” pero no cabe confundir “la gloire” o la inmortalidad con la fama, siempre pasajera.) / Oscar a los diez años quería ser carpintero, y ponía un deseo ardiente en alcanzar en sus muebles el mismo grado de perfección. Oscar a los quince años quería ser Miguel Ángel, “otro” Miguel Ángel (opino que tanto por su talante apasionado y desmesurado como por la magnitud de su obra), y en esto estamos. Sería un error creer que se trata aquí de vanidad. En el hogar familiar se le inculcó el culto por la exactitud, por el rigor, por la obra, fuese una mesilla de noche o una catedral, lo mejor hecha posible, y en el hogar familiar imperaba un absoluto desdén por la vanidad y sobre todo por la ostentación, considerada siempre ordinaria y ridícula. (No por nada un libro de Oscar versa sobre los elementos de la obra de arte que el público no podrá ver: sólo visibles, pues, para Dios, o, añadiría yo, para uno mismo.) / Oscar Tusquets puede tener, de hecho tiene, múltiples y pequeñas vanidades absurdas, no siempre fáciles de explicar y que mueven a engaño (a veces ingenuo, a veces mal intencionado), pero nunca en lo que atañe a aquello que de verdad le importa, nos importa a todos, que es su obra. Tal vez por no ser en este campo vanidoso, no es tampoco, rara avis en nuestro mundo, envidioso: si la obra de otro le parece mediocre, no envidia en absoluto la fama y dignidades y dinero que pueda proporcionar a su autor; si le parece valiosa o interesante, cede al placer de gozarla y admirarla sin reservas. No le he oído jamás un comentario mezquino. / Oscar Tusquets es, en una acepción que el Diccionario de la Real Academia no recoge (vaya a saberse quién redactó la voz), un ambicioso genuino, un ambicioso con mayúscula, un ambicioso en el más noble y comprometido sentido de la palabra.

Esther y Oscar en un estudio fotográfico en 1946