Distribución

Félix de Azúa. Escritor. Barcelona, 1944

 

Mi primer encuentro con la arquitectura de Tusquets fue oral. A finales de la década de los sesenta, sus amigos de Barcelona me dijeron que Oscar había revolucionado la habitación doméstica. Al parecer, ponía el dormitorio en la cocina para que no hubiera solución de continuidad entre las artes del fornicio y las culinarias, de manera que fueran intercambiables en cualquier momento de la prestación. De otra parte, el salón incluía un retrete con el propósito de liquidar los prejuicios burgueses que hasta entonces habían condenado a un ámbito impuro las actividades excretorias, las cuales debían ser públicas y compartidas. El vestidor era también recibidor y de ese modo el empleado de correos, el cobrador del gas o el mendicante podía asistir al cambio de atuendo del propietario sorprendido en paños menores, y quizás canjear algunas prendas. El lavadero incluía un estudio, y la ducha una biblioteca. En resumidas cuentas (decían los amigos de Oscar), se trata de una arquitectura liberadora que subvierte el sistema de vida burgués y sus hábitos represores. Como las películas de Buñuel, también los proyectos de Oscar (decían sus amigos) ponen al descubierto los encantos, discretos o indiscretos, de la burguesía, y al hacerlos visibles los arrancan de lo reprimido, atacan la forclusión y contribuyen a una economía del placer sin minusvalías de inhibición, decían los amigos de Oscar. / Ante semejante promesa, me apunté con entusiasmo a la primera invitación que recibí para asistir a un fasto en la vivienda que Tusquets había ideado junto al espléndido restaurante La Balsa. Si no recuerdo mal, celebrábamos algún suceso literario relacionado con la editorial de Beatriz de Moura (Tusquets Editores), había bastante gente de letras, mucha barba, y todos eran revolucionarios y amigos de Oscar. / No puedo decir que la vivienda me decepcionara, pero no coincidía en absoluto con lo que me habían prometido. El espacio era, sobre todo, elegante, es decir, dominado por un criterio de escalas armónicas que incluso un lego como yo percibía de un modo casi musical. La supresión de las barreras burguesas afectaba sobre todo al clásico juego de jardín e interior, defendido por gente tan poco subversiva como Mies. Vigilé atentamente por si alguien copulaba en el comedor o en la cocina, pero ni siquiera la actividad fecal quedaba a la vista sino en un lugar recoleto que me costó mucho encontrar. Muy al contrario, la transparencia de los edículos imponía un mayor recato a los invitados, los cuales se comportaron mucho más educadamente que en otras fiestas celebradas en hogares burgueses rebozados de macramé y fotos de familia con marcos de plata, en donde les había visto conducirse como cerdos. Lo cierto es que el espacio habitable de Tusquets me pareció más próximo a las películas de Dreyer que a las de Buñuel y sólo al final de la fiesta, un eminente poeta le dijo a un famoso editor lo muy imbécil que siempre le había considerado. ¡Pero eso es típico de las películas de Dreyer! / Aquel día, creo yo, comencé a perder la confianza en la revolución que se avecinaba (según los amigos de Oscar) de un modo inminente. Y empecé a hacer números para cambiar de piso.

Eduardo Mendoza, Félix de Azúa y Oscar en la playa de la Barceloneta. Verano del 2002