Al redactar mi reciente libro Amables personajes, tuve serias dudas sobre si incluir o no a Gala entre los 42 personajes retratados. Evidentemente, Gala no era amable, al menos no lo era en la acepción común del término. Pero si consideramos amable como digna de ser amada, la cuestión no resulta tan clara. Finalmente, decidà no incluirla: a Gala, ser amada —excepto por Dalà y por sus jovencÃsimos y esporádicos amantes— le importaba bien poco y nos lo dejaba bien claro a todos los amigos del Maestro.
La relación entre el pintor y aquella mujer fascinante (que abandonó la tumultuosa relación con Paul Éluard, su papel de musa del surrealismo y sus ambiciones artÃsticas personales para dedicarse en exclusiva a educar, pulir y mimar la suprema creación que la harÃa pasar a la historia: Salvador DalÃ) fue de una complejidad extrema que no resulta fácil de analizar y aún menos de resumir. Pero creo que una anécdota puede dar una idea aproximada de cómo era ella, y es la que, una tarde de verano, en el jardÃn de Portlligat, el propio Dalà nos contó a Beatriz de Moura —mi primera esposa y alma de Tusquets Editores— y a mÃ:
"Un dÃa, a principios de verano, Gala y yo paseábamos por el paisaje más bello del mundo, que, como ya sabéis, es el cap de Creus, cuando encontramos una camada de diminutos y esqueléticos conejos a los que la madre habÃa abandonado. Movidos por una piedad poco habitual en nosotros, los trajimos a esta casa para intentar salvarles la vida y, a base de biberones e infinita paciencia, los Ãbamos sacando adelante. Pero una noche, al escapar del cesto que estaba sobre la mesa de la cocina, cayeron al suelo y se mataron todos excepto uno, al que le dispensamos, desde ese momento, todos los cuidados y atenciones posibles."
"El conejo fue creciendo a nuestro lado, le dimos un nombre, nos reconocÃa y se ponÃa muy contento al vernos. Llegó a dormir en nuestra cama y a comer con nosotros en la mesa, sobre el mantel. Pero llegó el otoño y, como cada año, tenÃamos que irnos a pasar unos meses al Meurice de ParÃs y al Saint Regis de Nueva York. Gala y yo nos dimos cuenta de que era imposible llevarnos al conejito. Ante el problema, Rossita y Caterina, que nos cuidaban la casa durante nuestra ausencia, nos aseguraron que ellas se ocuparÃan del conejito durante el invierno y que lo encontrarÃamos a nuestro regreso. Pero la vÃspera de nuestra partida, Gala me hizo saber que no podÃamos dejar a un ser tan querido en manos del servicio durante tantos meses, que lo habÃa meditado bien y que la única solución coherente era... comérnoslo."
"Y asà fue. Lo hizo sacrificar y cocinar, entre los llantos de Rossita y Caterina que nos llegaban desde la cocina. Nos vestimos de gala para cenar —de gala, término que no se pudo emplear nunca de mejor manera— y, a la tenue luz de las velas y con una profunda emoción, nos devoramos al querido animalito."
Asà nos lo contó Salvador, en un momento de rara intimidad. No sé qué nos impresionó más, si la terrible historia o la absoluta y casi emocionada seriedad con la que Dalà la recordó. Estoy convencido de que el suceso (del cual solo he encontrado mención, y de pasada, en el libro de Amanda Lear, y que impresionó tanto a Milan Kundera cuando Beatriz se lo contó que lo convirtió —un poco deformado— en el arranque y justificación de su libro La inmortalidad) es lo que mejor ilustra el carácter de Gala y su influencia sobre DalÃ.
Gala no hizo más que llevar al extremo con radical coherencia una de las fijaciones de DalÃ: la recurrente obsesión de la humanidad por ingerir, digerir y defecar lo más querido, y el sacramento cristiano de la sagrada comunión como diáfana metáfora de esa obsesión, ya que el milagro sacramental se supone que transforma el pan ácimo en auténtico cuerpo de Jesús: es a Él a quien realmente devoramos al comulgar. Naturalmente, la hostia es solo un sÃmbolo, una metáfora del cuerpo real del Ser querido, pero Gala decidió pasar por alto las metáforas y otras tonterÃas simbólicas. Ellos se comerÃan el cuerpo de verdad, el cadáver, el amigo amado.
Estoy convencido de que, si no fuera por el miedo a las consecuencias legales, Gala habrÃa llegado a devorar a alguno de sus jóvenes amantes... Era bien capaz de hacerlo, tan crueles eran sus convicciones. Dalà la amaba tanto como la temÃa, seguramente porque toda pasión amorosa forzosamente debe atemorizar. Y lo que está fuera de toda duda es la indestructible pasión que se tenÃan el uno al otro y que los encadenó de por vida.