Esos feos chorretones.

Mayo 1997

Carta abierta a mi amigo Álvaro Siza. 
Extracto del libro Todo es comparable. Editorial Anagrama

 

Queridísimo Álvaro:

Acabo de visitar tu museo en Santiago de Compostela. Esta experiencia ha reafirmado mi convicción de que por mucho que uno haya leído y consultado fotografías de un edificio, de hecho, no lo entiende hasta que lo puede tener ante sus ojos, recorrer, pisar, tocar, escuchar, y hasta oler.

Como puedes suponer mucho había leído y escuchado de tu museo desde su inauguración, y aún antes, pero últimamente todas las noticias se centraban en el deficiente mantenimiento de sus fachadas, en el incomprensible ennegrecimiento del granito que las envuelve. Verdaderamente que un edificio recubierto de granito gallego en Galicia -aplacado de la misma piedra de la que está construida toda Santiago, que pavimenta sus ruas, forma sus fachadas, balcones, cornisas y ornamentos- tuviese problemas, no dejaba de intrigarme.

Otra cosa hubiese sido de haberte aferrado a tu idea inicial de aplacar el exterior con el mismo mármol blanco de Paros que recubre parte del interior. Sabemos las desagradables sorpresas que puede darnos un tipo de piedra colocado en un clima o en una atmósfera que le son extrañas. Alvar Aalto -Maestro que tanto admiramos y que, alguna vez, incluso nos ha inspirado... a ambos- tuvo esta desagradable experiencia en su obra póstuma; el auditorio y palacio de congresos Finlandia en la ciudad de Helsinki. Como en aquel emplazamiento imaginaba unos volúmenes de blanco impoluto -naturalmente rechazaba por indigna la opción, tan extendida en nuestros días, de recubrir un noble edificio público con una fugaz capita de pintura blanca-, optó por un aplacado de magnífico mármol de Carrara. Con los rigores invernales las losas de mármol se han combado como tejas, dando a la fachada un aspecto interesantísimo pero una estabilidad precaria. La última vez que visité a Aino, la que fue esposa y asidua colaboradora del Maestro, tenía el estudio repleto de muestras de diferentes piedras graníticas muy claras, que estaban analizando para sustituir el Carrara dañado. Naturalmente la civilizadísima Finlandia estaba pendiente de la decisión de la venerable arquitecta.

Pero en tu museo de Santiago no ha sido así. En su momento tomaste la prudente decisión de adoptar el material del lugar, el granito con el que se había levantado todo el centro monumental de la bellísima ciudad; y sin embargo el edificio está hecho un asco. Muchos y cualificados especialistas andan enfrascados en el análisis de tan insólito comportamiento: que si la veta granítica no era idónea, que si las placas son de poco grueso, que si la piedra no ha reposado lo suficiente, que si hubiese sido conveniente tratarla con algún impermeabilizante... A la vista de la realidad me sorprende que aún no haya leído a nadie observar lo evidente; que independientemente de una relativa porosidad de la piedra, el edificio se mancha porque, en lo que atañe a la correcta construcción, está mal proyectado.

Es más que probable que lo que voy a razonar te resulte del todo inútil, pues con los años he ido aprendiendo que resulta poco recomendable intentar corregir los defectos de un creador; primero, porque es casi imposible conseguirlo y segundo, porque, de hacerlo, a la vez que el defecto desaparecerá alguna virtud. Los buenos profesores de arte, como los buenos entrenadores deportivos, son conscientes de esta regla, orientan pero no violentan a sus pupilos. Si hubiesen conseguido que Johan Cruyff o John Mac Enroe dejaran de discutir con los árbitros muy probablemente hubiesen afectado también su espíritu competitivo y su desparpajo en el juego. A lo mejor, Álvaro, si te implicases primordialmente en cuestiones constructivas no serías tan buen arquitecto.

Recuerdo perfectamente cuando te descubrimos los arquitectos españoles. Fue con motivo de un Pequeño Congreso, aquellas reuniones informales e interesantísimas que nuestros mayores celebraban desde hacía años, y a las cuales nos dieron permiso para asistir a los jóvenes arquitectos, hacia mediados de los sesenta. En el invierno de 1967 el congreso se celebró en Portugal y uno de los motivos que justificó el viaje, mejor dicho, lo que por sí sólo hubiese justificado el viaje, fue el descubrimiento de tus primeras obras, de las que sólo habíamos tenido noticia por Nuno Portas, que ya en 1963 te había calificado como el mejor arquitecto peninsular. Tras las sesiones de trabajo nos organizasteis una visita en autocar a Oporto, centrada en tus obras. La primera que visitamos fue la piscina de Leça da Palmeira y nos quedamos estupefactos; todos, de todas las tendencias: el Oriol (Bohigas), el Corretja (Federico), el Rafa (Moneo), Ricardito (Bofill), Paco (Sáenz de Oíza), el Higueras (Fernando), el Molezún (Ramón Vázquez), el Gregotti (Vittorio)... absolutamente todos. Desbordados por tu talento subimos entusiasmados al autocar mientras tú te demorabas en tierra dando las gracias y despidiéndote del encargado que nos había facilitado el acceso. Cuando al fin subiste, el último, al autocar, prorrumpimos en un espontáneo y entusiasta aplauso que te dejó azaradísimo.

Hace de ello más de treinta años y lo recuerdo como si fuese ahora. Me viene a la memoria en cada una de estas cenas en que el tema de conversación gira entorno a la soberbia de los arquitectos, a su vedetismo e intransigencia. No sé en cuántas profesiones un nutrido grupo de primeras figuras acogería con parecido entusiasmo la aparición de un serio competidor.

Pues, en aquel recorrido inolvidable, visitamos un centro parroquial, o un ateneo de barrio, o algo así; un pequeño edificio con carpinterías de madera muy gruesas. En su interior, de acabados muy someros y ya deteriorado, Federico Correa se atrevió a llamarte la atención sobre el respeto por el uso y envejecimiento de los edificios. Tú, con tu educación proverbial, pareciste sinceramente preocupado, te escudaste en la limitación del presupuesto, en la precariedad tecnológica de Portugal... y prometiste enmendarte.

Hace de ello más de treinta años pero, como era de prever no te has enmendado, continúas construyendo mal.

Volvamos a tu Museo de Santiago: ¿Qué le está pasando? Pues que le están apareciendo unas negrísimas chorreaduras, que arrancando de la arista de la cubierta van descendiendo por las distintas fachadas afeando el edificio. ¿Cómo se explica que este vicio no aparezca en ninguna otra fachada granítica de la ciudad? Pues, la explicación está muy cerca, allí enfrente, en la fachada bellamente dorada por los siglos, pero limpia, del Convento de San Domingo. ¿Y qué tiene esta fachada que no tenga la tuya? Pues, tiene una pequeña cornisa, un modesto vierteaguas, que consigue que el agua de lluvia, que arrastra el polvo de la cubierta, no resbale por la fachada.

Todo esto lo conoces perfectamente, la construcción te ha interesado, siempre dijiste que, de ser profesor, la asignatura que elegirías sería la de construcción, y, en efecto, has acabado por ostentar la cátedra de esta disciplina en la Escuela de Arquitectura de Oporto. Entonces, ¿por qué no pusiste el puñetero vierteaguas?

No lo pusiste porque debilitaba, tanto la forma escultórica que tú, con tanto talento, manejas, como el purismo plástico y el minimalismo que, hoy en día, impone, férreamente, su ley.

Naturalmente me objetarás que si la piedra hubiese resultado absolutamente impermeable -tan impermeable como el cristal- los chorreones, o no hubiesen aparecido, o hubiesen resultado muy fáciles de limpiar. Pero incluso el granito, la piedra más inalterable, dura e impermeable de las utilizadas en construcción, ha resultado que en este caso, siendo además abujardada en lugar de pulida, no ha sido lo suficientemente impermeable, ha recogido el polvo y lo ha absorbido. Tú te diste cuenta de que la cubierta de tu museo iba a quedar muy visible y, con esta piedra excepcional, creíste que podrías hacer realidad la ilusión de muchos arquitectos; hacer un edificio de un solo material, envolver la cubierta con el mismo material y textura de las paredes. Pero esto es muy difícil; es más fácil hacer las paredes a imitación de la cubierta, recubrirlas de escamas de madera o cerámica, o hacer como Frank Gehry -que hace explícita su voluntad escultórica del material único-, forrarlas de zinc o titanio.

Total, que el material no ha resultado lo suficientemente excepcional y se ha ennegrecido en todos los paramentos inclinados y en toda la cubierta aterrazada en planos horizontales, y ha acabado por provocar ostensibles chorreaduras en los muros verticales.

Ya sé que traer a colación estos temas en los tiempos que corren, está totalmente fuera de lugar, que la arquitectura se valora por las fotografías que se realizan a la inauguración de la obra -o incluso antes-, que el envejecimiento prematuro puede ser cuestión jurídica o motivo para que las compañías aseguradoras nos aumenten las tarifas, pero de ninguna manera la inteligenzia internacional está dispuesta a considerarlo un tema cultural.

Si me atrevo a escribirte esta carta es por la amistad que nos une y por la tremenda admiración que siento por tu obra; admiración que no hizo más que acrecentarse cuando, tras visitar el museo, nos adentramos en el vecino parque de Bonaval, también proyectado por ti. En aquellos jardines me encontré con el Siza que sorprende y maravilla, con aquellas sutilezas que sólo he encontrado en la obra de Carlo Scarpa o en algunas cosas de Francesco Venezia... aquel sendero empedrado que muere en un magnífico árbol, aquel juego de pavimentos -losas envejecidas, grandes lastras de granito, pequeños adoquines, senderos de tierra-, aquella utilización del agua que desciende en múltiples juegos, arroyuelos, canalillos, fuentes, pequeños estanques...

Álvaro, qué genial puedes ser...